La sala de techo alto hacía de una especie de agujero de guitarra, los aplausos rebotaban en las paredes de piedra y cada susurro se volvía un grito. Ella, allí, en medio de toda esa gente, se preguntaba de dónde venía la tradición de marcar un ritmo con el sonido hueco de juntar las manos en un golpe sordo. Se imaginó a alguien, un individuo virgen de convencionalismos, de cultura, de tradiciones, asistiendo a un acto así y alucinando con ese gesto. En realidad, pensó, esa persona alucinaría en muchas ocasiones: por ejemplo al chocar las copas de champán o darse dos besos (que en la mayoría de los casos se quedan en el aire y no en la mejilla) al presentarse, entre otras.
Solía hacer eso, quedarse al margen y mirar des de lejos. Se quedaba con cosas que pocos captaban. Para ella, se aprendía más así que haciendo los deberes de historia o matemáticas. Ella no quería hacer, sólo quería ver, des de lejos, en un lugar donde las consecuencias no llegaran.