Él dejó el tabaco. Ella empezó a fumarlo.
Él no se afeitó
durante semanas, vivió de fideos chinos precocinados que sabían mucho
a gato. Ella se compró uno, peludo y gris, con los ojos azules. Los de él se
fueron volviendo oscuros y hondos, hasta el momento en que la gente tenía que
acercarse mucho para verlos. Acercarse tanto como ella a sus sueños, y
después perderlos por el desagüe. Desagüe que se tragaba cada día la
cerveza agria que le había sobrado a él, después de quinientos tragos, los
últimos se los dejaba a las tuberías. Tuberías que también se quedaron sus
preciosos mechones de pelo castaño claro cuando decidió cortárselo, corto, para
que ningún otro hombre se volviera loco al verlo deslizarse por sus hombros.
Loco como cuando él se giraba y se topaba con esos ojos tan bonitos. Loco como
cuando se lanzaban platos a la cabeza. Tan loco como para dedicarle poemas de
esos pegajosamente dulces, para poner canciones lentas y intentar
bailarlas con sus torpes pies. Y bailaban hasta que el vals se volvía en
horizontal. Él no bailó nunca más. Ella se apuntó a clases de jazz y claqué, y
ganó un concurso. En solitario. Él jugaba a eso, en el ordenador de la oficina,
mientras el navegador no se cargaba.
Él dejó el tabaco, cuando vio que todo se había terminado.
Ella empezó a fumarlo, precisamente por la misma razón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario