martes, 15 de octubre de 2013

Hoy no hay perdices para cenar


Él dejó el tabaco. Ella empezó a fumarlo.
Él no se afeitó durante semanas, vivió de fideos chinos precocinados que sabían mucho a gato. Ella se compró uno, peludo y gris, con los ojos azules. Los de él se fueron volviendo oscuros y hondos, hasta el momento en que la gente tenía que acercarse mucho para verlos. Acercarse tanto como ella a sus sueños, y después perderlos por el desagüe. Desagüe que se tragaba cada día la cerveza agria que le había sobrado a él, después de quinientos tragos, los últimos se los dejaba a las tuberías. Tuberías que también se quedaron sus preciosos mechones de pelo castaño claro cuando decidió cortárselo, corto, para que ningún otro hombre se volviera loco al verlo deslizarse por sus hombros. Loco como cuando él se giraba y se topaba con esos ojos tan bonitos. Loco como cuando se lanzaban platos a la cabeza. Tan loco como para dedicarle poemas de esos pegajosamente dulces, para poner canciones lentas y intentar bailarlas con sus torpes pies. Y bailaban hasta que el vals se volvía en horizontal. Él no bailó nunca más. Ella se apuntó a clases de jazz y claqué, y ganó un concurso. En solitario. Él jugaba a eso, en el ordenador de la oficina, mientras el navegador no se cargaba.
Él dejó el tabaco, cuando vio que todo se había terminado.
Ella empezó a fumarlo, precisamente por la misma razón.

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