El ancla se
arrastra por la arena ahogada. De tan vieja y oxidada ya no se engancha ni al
suelo. Y la cadena sube, y vuelve a bajar. Hasta que al final, casi como un
suspiro inconforme se queda contra una pequeña roca. Un poco más arriba, sobre
la superficie de aguas oscuras de contaminación; las manos agrietadas y de
color grisáceo de ese viejo pescador anudan una cuerda, con una traza propia de
la rutina. El hombre levanta los ojos, también agrietados, tan azules como el
mar que suele contemplar, y respira una gran bocanada de aire. Se gira y
empieza a caminar, con paso firme y lento, hacia esa barraca de madera. Y
entonces un soplo de viento basta, un solo perfume imperceptible, y todo
vuelve. Y en su pecho se abre paso un monstruo tantas veces encerrado. Un
monstruo de nombre soledad, que le grita los recuerdos de una aventura sin
viaje. De unas sábanas blancas. De una juventud perdida. De esa mujer, esa a la
que no deja de pensarle. Para guardar en memoria ese nudo que el nunca supo
deshacer. Que los ataba, a los dos, y al querer separarse, más los ahogaba y
les condenaba a quedarse juntos. Hasta que ella se rompió como una muñeca de
trapo, y se fue a buscar más que vieja madera y anclas oxidadas. Y le dejó a
él allí, pensándole a cada soplo de viento.
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