miércoles, 11 de septiembre de 2013

Un monstruo llamado soledad


El ancla se arrastra por la arena ahogada. De tan vieja y oxidada ya no se engancha ni al suelo. Y la cadena sube, y vuelve a bajar. Hasta que al final, casi como un suspiro inconforme se queda contra una pequeña roca. Un poco más arriba, sobre la superficie de aguas oscuras de contaminación; las manos agrietadas y de color grisáceo de ese viejo pescador anudan una cuerda, con una traza propia de la rutina. El hombre levanta los ojos, también agrietados, tan azules como el mar que suele contemplar, y respira una gran bocanada de aire. Se gira y empieza a caminar, con paso firme y lento, hacia esa barraca de madera. Y entonces un soplo de viento basta, un solo perfume imperceptible, y todo vuelve. Y en su pecho se abre paso un monstruo tantas veces encerrado. Un monstruo de nombre soledad, que le grita los recuerdos de una aventura sin viaje. De unas sábanas blancas. De una juventud perdida. De esa mujer, esa a la que no deja de pensarle. Para guardar en memoria ese nudo que el nunca supo deshacer. Que los ataba, a los dos, y al querer separarse, más los ahogaba y les condenaba a quedarse juntos. Hasta que ella se rompió como una muñeca de trapo, y se fue a buscar más que vieja madera y anclas oxidadas. Y le dejó a él allí, pensándole a cada soplo de viento.

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